Discurso del odio, libertad de expresión, censura, manipulación,….

Cada vez es más frecuente encontrar discursos que apelan a los sentimientos y que rallan el odio, contra quien no es de una «tribu» concreta. Determinadas expresiones están en el límite entre la agresión y la libertad de expresión. Aunque necesariamente no sean delito, si pueden ser reprobables éticamente. Esas prácticas, aunque son ya muy viejas con lamentables recuerdos históricos, se siguen utilizando, porque, tristemente, siguen dando réditos. Este discurso, entre otros objetivos, en política persigue fomentar el rechazo y la exclusión de la vida pública, a falta de argumentos convincentes para ganar en las urnas, buscando la eliminación física en este ámbito, de quienes no compartan el ideario de los intolerantes. Esto sucede cuando la rivalidad grupal va un paso más allá. El discurso de odio (hate speech, en inglés) es la acción comunicativa que tiene como objetivo promover y alimentar un dogma, cargado de connotaciones discriminatorias, que atenta contra la dignidad de un grupo o de individuos. No es jurídicamente indiferente manifestar la protesta o el sentimiento crítico utilizando medios o instrumentos inocuos para la seguridad y dignidad de las personas, que hacerlo incitando a la violencia o al menosprecio, o sirviéndose del lenguaje del odio. La Constitución española en el título primero, sobre los derechos y deberes fundamentales, en su artículo 20,  garantiza: «a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción», estableciendo como límites: «estas libertades tienen su límite…, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia».

Aunque exista libertad de expresión y una persona pueda decir lo que quiera aunque resulte molesto, eso puede implicar o no, que lo que diga vaya a tener consecuencias, y esa persona, por haber dicho algo posiblemente repugnante o que genere animadversión, vaya a sufrir o no consecuencias como, por ejemplo, perder su trabajo, ser expulsado de una universidad o ser objeto de otro tipo de represalias. Calumniar, injuriar y ultrajar a una persona o a un país no es una expresión de libertad, sino de opresión, dado que la libertad no es hacer mi capricho, sino que nadie me pueda someter al suyo. Las «libertades» de comprar armas, conducir borracho o calumniar a otros no son libertades; la libertad consiste en vivir libre de las interferencias arbitrarias de otros. Convalidar una forma de violencia al amparo de la libertad de expresión, no es correcto. La violencia verbal, es violencia; la palabra es un arma; las palabras también hieren, marginan, destruyen las reputaciones, arruinan las vidas. La calumnia, la injuria y el ultraje tienen todas la misma venenosa raíz: la mentira, y combatir la mentira no es ir en contra de la libertad de expresión, sino a favor de la verdad que nos hace libres. La injuria busca la humillación, es decir, el sometimiento. El calumniador no es un liberador, sino un opresor. Da igual a quien o a quienes se decida que se pueden ultrajar impunemente. Es lo mismo que quien decida a quien insultar pertenezca a un grupo mayoritario, el resultado sigue siendo la tiranía, que, en lugar de ser de uno, es de muchos. No se debería confundir la democracia con la tiranía de la mayoría,  ignorando los derechos del resto. Incluso ser antifascistas, no te convierte necesariamente en un demócrata, puedes ser totalitario del signo contrario [3].

Los que odian (hater) se reagrupan para sacar tajada de la debilidad de las instituciones nacionales y europeas, y captar votos con mensajes basados en la etnia, la pobreza, la ignorancia o la supuesta inferioridad cultural de otros. Es una constante en la historia, que los que son odiados no suelen entender por qué lo son, lo que a veces les lleva a no advertir a tiempo la gravedad de la amenaza que se cierne sobre ellos. Quienes actúan así han advertido que en determinadas circunstancias de caos social, la política del odio refleja una pulsión irracional del ser humano hacia la destrucción del otro; y que la política del odio es beneficiosa electoralmente, por tanto racional [2]. La política tiene dos caras: una es la de “quién se lleva qué”, y trata de cómo se distribuyen unos recursos limitados entre distintos grupos sociales; la otra versa en torno a la imposición de valores. Entendida de la primera forma, la política puede ser fuente de conflicto: si lo que tu ganas es lo que yo pierdo, la tensión está servida. Lo bueno de los conflictos distributivos es que los bienes en disputa suelen ser son divisibles, por lo que suelen favorecer la emergencia de consensos amplios en torno a posiciones centristas. Pero las diferencias morales, identitarias, religiosas o culturales no se pueden repartir tan fácilmente. Por eso son tan útiles; polarizan a los electorados, alejándolos del centro, y fidelizan a los votantes en los extremos. Si la política es racional, puedo cambiar mi voto en cada elección dependiendo de qué ofrezcan unos y otros. Pero si lo que me juego es mi identidad, religión o cultura y lo que me mueve es el odio, cómo voy a votar por los otros. Si el odio funciona es porque es el instrumento favorito de un tipo de guerra que suele pasar desapercibida: la guerra cultural [2].  ¿Estamos volviendo al mismo clima de peligro que precedió a la segunda Guerra Mundial?. Líderes mundiales y movimientos políticos propagan abiertamente un peligroso discurso que implica que algunas personas son menos humanas que otras. No es la primera vez que vemos este tipo de política disgregadora y tóxica. Pero si alguna lección debemos aprender de la Historia es que no podemos permanecer en silencio ante estas tendencias. Normalmente, quienes perpetran abusos contra los Derechos Humanos dependen de un reducido grupo para realizar el trabajo sucio y confían en que el resto permanezcamos en silencio y les dejemos vía libre. Sin embargo, incluso en los momentos más oscuros de la Historia ha habido personas valientes que han lanzado un desafío. Si quieren que las cosas cambien, eso es lo que tienen que hacer [1].

Cuando vemos, erróneamente, que se carga contra los votantes del Partido X tildándolos de imbéciles por votar contra sus intereses. Eso, además de ser contraproducente, es erróneo, porque la peor manera de ganar su confianza es insultarlos. Hay estrategias inversas, que provocan incidentes graves, que persiguen precisamente esto, que les insulten, que se les descalifique como grupo, para conseguir unirlos entorno a ellos. Cada uno de nuestros insultos hacen que mil indecisos se pasen -o sigan en- el bando contrario. Cuando se mira al mundo desde la atalaya de superioridad moral, no se repara en pensar que tal vez no sean todos idiotas. No todos están alienados o manipulados. Si partimos de esta premisa, tenemos la conclusión de que los intereses no son tan relevantes a la hora de votar. Se infravalora el carácter irracional del hombre y se reduce a un juego de intereses, sobre todo cuando la diferencia entre ganar y perder elecciones depende de un número muy ajustado. Y esto supone un error, porque mucha gente vota sobre valores antes que por intereses. Puede que un votante de un perfil que se asimilaría a un determinado espectro de voto, ponga por delante de todo eso una serie de valores, votando todo lo contrario a lo esperado, aunque la opción vaya en contra de sus intereses. Quien conoce esto y sabe mover los hilos, pondrá toda su argumentación segmentando los mensajes para llegar a cada colectivo objetivo [4]. Puede que estando de acuerdo con todos los valores de un determinado partido, haya personas que lo descalifiquen con un determinado motivo. Porque por ejemplo, yo no votaría nunca a un partido que defendiese que la Tierra es plana, aunque coincidiese con muchos otros de sus ideales. Aunque los repartidores de carnets dijesen qué motivos tenían que definir mi voto. Lo siento: mis valores y su prioridad los decido yo, y no tú. O como decía aquel jornalero que contaba Salvador de Madariaga en un libro llamado «España» de 1931, lo que al parecer le respondió un jornalero a un cacique en los años de la república en Andalucía, rechazándole el dinero que le daba para que votase por lo que el cacique quería: «en mi hambre mando yo» [4].

Por tanto llamar idiota al votante es un error, porque nadie se sumará a un club que le insulta. Funciona mejor dejar la agresión y ser más convincente. El insulto y el desprecio sólo enrocan en su postura a aquellos a quienes pretendemos convencer. Gente lista (no necesariamente inteligente, sino astuta) como Trump lo sabe: en sus discursos, le daba la vuelta al tradicional papel de la izquierda con las clases bajas y utilizaba el criterio cultural antes que el monetario: «Esos intelectuales no saben los problemas del obrero americano». Es decir:  estos nuevos ricos no os entienden, adoptando artificialmente parte del discurso de la izquierda proletaria, y ha conseguido ser un zorro aclamado por gallinas, usando el desprecio de la izquierda intelectual en su contra. Además de vender un proyecto, una imagen, una postura y una actitud, es muy importante vender unos valores a los potenciales votantes, líderes que puedan transmitir el poder para cambiar las cosas; en lugar de ser un vulnerable ofendidito, preocupado por minucias, frágil, sensible, débil, defensivo, sin prioridades [4]. La línea entre ilegalizar la difamación y la censura total es muy fácil de cruzar. Mientras, vemos fundamentalistas religiosos que presionan para prohibir imágenes de mujeres que llevan ropa que consideran inapropiada, y países dispuestos a ampliar su censura cibernética interna en Internet. Ahora controlar los límites de las expresiones de odio en la red es mucho más complicado que vigilar las fronteras nacionales de un país. Ahora no solo debemos cumplir con las políticas y la cultura de un único país, sino que tratamos con una esfera digital globalizada que pone en contacto docenas de etnias, idiomas y religiones. A menudo, la confrontación con tantos puntos de vista discordantes puede ser apabullante.  Urge crear políticas que permitan valorar conceptos universales distinguiendo lo correcto de lo incorrecto [6].

Cuando nos planteemos qué sacrificamos en libertad de expresión en aras de la supervisión controlada, haríamos bien en tener en cuenta que las restricciones introducidas en el mundo libre con buenas intenciones pueden y serán utilizadas para propósitos erróneos por parte de gobiernos autoritarios. Las leyes contra el «extremismo» pueden parecer una buena idea en lugares en los que se lucha contra poblaciones radicalizadas que difunden propaganda de odio y llamadas a acciones violentas. Las democracias no son inmunes al uso abusivo de estas leyes, es cierto, pero al menos existe un recurso político, debate y medios de comunicación libres para lograr hacerles frente. Lo mejor que podemos hacer para protegernos contra las expresiones de odio reales, a la vez que conservamos la libertad de expresión esencial para el desarrollo humano, es definir y refinar el marco moral de la sociedad que queremos, en la red y fuera de ella. Los detalles concretos sobre qué se puede decir, dónde, cuándo y demás, siempre estarán abiertos a debate [6].

 

El discurso del odio se dirige contra un individuo, sin que haya causado daño alguno, sino porque goza de un rasgo que le incluye en un determinado colectivo. El colectivo de “los tuyos”, diferente de “los nuestros”. En este caso “los tuyos” son los corderos; en otros casos, son las gentes de otra raza (racismo), de otra etnia (xenofobia), de otro sexo (misoginia), de otra tendencia sexual (homofobia), de una determinada religión (cristianofobia, islamofobia,…) o de un estrato social precario (aporofobia). Se estigmatiza y denigra a ese colectivo atribuyéndole actos que son perjudiciales para la sociedad. Aunque sea difícil comprobar los relatos, pretenden justificar la incitación al desprecio que la sociedad debería sentir por el colectivo y, en ocasiones, alientan acciones violentas contra sus miembros. Quien comete el delito del odio está convencido de que existe una desigualdad estructural en relación con la víctima, cree que se encuentra en una posición de superioridad frente a ella. Se caracteriza por su escasa o nula argumentación, porque en realidad no pretende dar argumentos, sino expresar desprecio e incitar a compartirlo. El discurso es monológico, quien lo pronuncia no considera a su oyente como un interlocutor válido, sino como un objeto que no merece respeto alguno [5]. Teniendo en cuenta que una acción comunicativa es un acto de habla, como bien han mostrado autores como Austin, Searle, Apel o Habermas, el discurso es una acción con capacidad de dañar por sí mismo, hablar es actuar.  Independientemente de que con el habla se incite a realizar una acción violenta, el discurso es una acción diferente de la agresión posterior, aunque en este caso esté estrechamente ligada a él por pretender legitimarlo, y puede ser por sí mismo dañino. Si con él se daña o no a un bien jurídico (como el honor, la dignidad o la paz social) es el juez quien debe interpretarlo, pero desde un punto de vista ético estigmatizar a otras personas condenándolas a la exclusión, a la pérdida de reputación, privándoles del derecho a la participación social, es lesivo por sí mismo. Difícilmente este tipo de discurso puede entenderse como expresivo de una libertad de no interferencia en el sentido de Benjamin Constant, puesto que realmente interfiere, lesiona, y es dañino [5].

Ciertamente, los valores democráticos pretenden universalidad y por eso mismo se sitúan en ese nivel postconvencional que es el de la Moralität kantiana, que va más allá del uso ético de la racionalidad práctica. Pero también es verdad que incorporar esos valores en una sociedad exige desarrollar una “eticidad democrática”, un êthos democrático, que consiste en que los valores éticos universales se incorporen en las instituciones, en las costumbres y en los hábitos sociales. Sin un êthos democrático difícilmente será posible una sociedad democrática. Y en ese êthos diversos valores son esenciales, entre ellos la libertad, pero no menos la igualdad. En realidad, en las democracias liberales el valor de la libertad es la gran herencia de la tradición liberal, el valor de la igualdad es la gran herencia de la tradición democrática [5]. El discurso del odio es entonces un problema de discriminación y de exclusión, porque pretende apartar a un grupo de la vida social, pero es también de asimetría. Hay aquí, por tanto, una ausencia de reconocimiento,  propia de lo que Honneth denomina La sociedad del desprecio. Como dice Taylor, alineado en la tradición hegeliana del reconocimiento, la victoria del verdugo consiste en lograr que su víctima se desprecie a sí misma a fuerza de experimentar el desprecio ajeno. Recordando que una sociedad justa se ve obligada a poner las bases sociales de la autoestima como uno de los bienes primarios. En este caso, como muchos otros, moral y derecho se necesitan mutuamente [5].

 

El discurso del odio ha constituido uno de los grandes obstáculos para crear sociedades justas y convivencia pacífica a lo largo de la historia, pero el rechazo de este tipo de discursos ha cobrado también expresión jurídica. Ciertamente, distinguir entre el discurso y el delito no es tarea fácil. Del discurso del odio se han ofrecido diferentes caracterizaciones, pero una de las más sencillas y aceptadas es la del Comité de Ministros del Consejo de Europa, que lo considera como “toda forma de expresión que difunda, incite, promueva o justifique el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo, u otras formas de odio basadas en la intolerancia” [5]. La diferencia entre el discurso y el delito del odio consistiría en que estos últimos son actos criminales motivados por la intolerancia y el sentido de superioridad del agresor, que deben reunir al menos dos requisitos: el comportamiento debe estar tipificado como delito en el Código Penal, y puede consistir en un maltrato vejatorio o en una agresión física, entre otros; y la motivación del acto debe basarse en un prejuicio hacia un determinado grupo social. El delito implica entonces una infracción penal o administrativa. En el ámbito jurídico el problema se plantea, en principio, sobre todo en los siguientes aspectos:

1) ¿Qué tipo de discursos pueden tipificarse como “discurso del odio” de forma que deban ser castigados desde el Derecho Penal, el Derecho Administrativo o desde el Derecho Antidiscriminatorio?

2) ¿Cómo compaginar la libertad de expresión, derecho básico en nuestras sociedades liberales, con el derecho de toda persona a su autoestima, a la pacífica integración en la sociedad, al reconocimiento que como persona se le debe?.

3) ¿Ha de proteger la libertad de expresión la difusión de cualquier idea, incluso las que resultan repulsivas, desde el punto de vista de la dignidad humana, constitucionalmente garantizada, o deleznables desde el punto de vista de los valores que establece nuestra Constitución? Es necesario distinguir entre el discurso del odio (no protegido generalmente por el principio de libertad de expresión) y el discurso ofensivo e impopular (protegido por la libertad de expresión).

No se puede exigir a los ciudadanos de una sociedad abierta que tomen los principios del derecho como móvil de su acción. Pero donde no puede llegar el derecho sí que puede llegar una ética cívica, que resulta indispensable para que la democracia funcione. El cultivo de esa ética es una responsabilidad de la sociedad en su conjunto, la que debe transmitir a través de la educación. Sin una eticidad democrática, las leyes funcionan exclusivamente sobre la base de la coacción legal y la coacción social, cuyas limitaciones han quedado sobradamente demostradas. [5]

 

REFERENCIAS.
[1] http://m.europapress.es/internacional/noticia-hacer-frente-politica-odio-debemos-desafiarla-20170222115614.html
[2] https://elpais.com/internacional/2013/10/03/actualidad/1380821464_201531.html
[3] https://www.elplural.com/politica/2018/03/14/la-leccion-de-politica-que-rufian-no-entendio
[4] https://www.meneame.net/m/mnm/izquierda-no-gana-elecciones
[5] http://www.racmyp.es/R/racmyp/docs/anales/A97/A97-1.pdf
[6] https://blog.avast.com/es/luchar-contra-las-expresiones-de-odio-y-ahorrarse-discursos

 

 

Una respuesta

  1. Hoy la libertad de pensamiento y el no estar de acuerdo con algo contrario a los intereses de las minorías, son mal llamados discursos de odio.

    Por mucho, he dejado de escribir…no se le puede quedar bien a todos.

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